(Discurso pronunciado por Américo Fernández en el Concejo Municipal ante los restos de Horacio Cabrera Sifontes expuestos en en salón de sesiones
El sentimiento de la muerte –
que es el verdadero sentimiento trágico de la vida – se puede experimentar de
dos maneras: en la carne propia o en la de los demás. Lo más corriente es
experimentar la muerte de los otros, y son pocos los seres humanos que se dan
realmente cuenta de cómo la muerte nos va invadiendo cada día. En cierta forma
se podría decir que vivir es un suicidio. Por eso decía Camus que el suicidio
es el más importante de todos los temas filosóficos (Ludovico Silva).
¿Cuántas veces pensó Horacio en
el suicidio?
Tantas como cada eslabón restado
por el tiempo al cerco que le iba reduciendo la vida.
No esperó que el suicidio se
consumara por su cuenta. El siempre fue rebelde y por eso un día después de
conmemorada la Bandera (lunes 13 de
marzo de 1995), cuando el Sol tendía su crepúsculo sobre el Orinoco, se
le adelantó. Como también lo hizo Diego Heredia Hernández, quien lo sucedió en
su gobierno. Como igualmente lo hizo Fabricio Ojeda, con quien pernocté a fines de 1958 en su Hato de El Palmar. Como
asimismo su amigo Alirio Ugarte Pelayo,
el 19 de mayo de 1966 y como aquél insigne novelista Premio Nóbel que él
admiraba, Ernesto Hemingway, el célebre autor de “Por quién doblan las
campanas” y “Muerte al atardecer”.
El siempre fue adelantado, como
todos los canarios de su estirpe que
desafiaron el mar tenebroso para asentar las bases de su porvenir en
aquella tierra de gracia llamada Aragua de Barcelona y después en el Guarán
allá en las tierras del Yuruán y del Yuruary.
Yo lo conocí siendo él
Gobernador de este Estado en el año transición de la Dictadura a la vigente
Democracia. Este año de 1958 fue realmente efervescente, a la medida de su
temple y de su talla de hombre formado en la dinámica del acontecer nacional.
Venía con el Proyecto del Puente
sobre el Orinoco bajo el brazo.
No lo hizo por donde él lo había
decretado, con base central sobre la Piedra del Medio, sino a ocho kilómetros
aguas arriba, entre Playa Blanca y Punta Chacón. Pero no importa, allí está y
tiene en su haber el haberlo decretado.
Cuando eso ya había recorrido
medio mundo. Todavía no se le abría su vena de escritor. Apenas conocíamos
“Caramacate”, escrita cuando luchaba en la clandestinidad contra la tiranía de
Juan Vicente Gómez. Entonces permaneció secuestrado en la cárcel de La Rotunda
desde 1930 hasta 1934, año en que fue deportado junto con Jóvito Villalba, a
quien llamaba hermano; José Antonio Mayobre, Fernando Key Sánchez y otra cáfila de jóvenes combatientes.
La Rotunda – en lo confesó en
cierta ocasión – era un calabozo descomunalmente redondo donde la voz hueca de
los carceleros retumbaba con la misma crudeza tenebrosa de los grillos.
Grillos hasta de treinta kilos
de los carceleros atornillados a los pies de los políticos en rebeldía. Los
grillos no solamente estaban en La Rotunda. En todas las prisiones del régimen
gomecista funcionaban esos aparatos medievales concebidos para aniquilar a los
libres pensadores. Pero una vez que el tirano sucumbió a los términos de su
longevidad, los fraguados instrumentos de tortura fueron refundidos para mejor
destino unos, y otros como los de La Vetusta Cárcel de Ciudad Bolívar, lanzados
a las aguas profundas.
Los grillos de la Cárcel de
Ciudad Bolívar se los tragó el río. Una vez caído el tirano fueron llevados a
borde de un curiara y lanzados al Orinoco. La fantasía popular dice que cayeron
justamente en la fosa de 150 metros de aguas debajo de la Piedra del Medio,
donde el Bachiller Ernesto Sifontes pescó un pez-sierra que desorientado había
penetrado por el estuario del Delta. Allí quedaron los grillos arrojados como
áncora de un viejo galeón del que ya no debe quedar ni la herrumbe.
Horacio cabreras Sifontes
padeció grillos de ese calibre, allá en La Rotunda. Grillos como botas
infernales a los cuales en un esfuerzo sobrehumano debió adaptarse durante
cuatro años de su reclusión en aquella fatídica prisión demolida por fortuna
hace ya sesenta años, para erigir allí la Plaza Concordia, donde se respira con
el recuerdo el aire enrarecido de una época signada por bárbaros
procedimientos.
Junto a Horacio ¿Cuántos? El en
sus conversaciones solía sacarlos de los pliegues de una memoria que se
resistía a la densidad del tiempo: Francisco (Kotepa) Delgado, Fernando Key
Sánchez, Raúl Osorio, José Antonio Mayobre, Juan Batista Fuenmayor ¿Cuántos
más? Es una lista larga y Cabrera Sifones apenas mencionaba algunos compañeros
de su reducida como sórdida celda llamada “El Olvido”.
Era un recuerdo tenebroso, pero
del cual no se quejaba porque había transmitido una experiencia extraordinaria
al llegar a conocer al régimen político de aquel tiempo.
Horacio fue reducido a la
terrible Rotunda por estar comprometido en el complot denominado “Dancing del
Hipódromo” que era una organización que conspiraba buscando una salida
democrática al régimen autoritario de Gómez.
Entonces trabajaba en el diario
“El Heraldo” como traductor de cables noticiosos del inglés y francés al castellano,
pues había estudiado en Trinidad y aprendido esos otros dos idiomas que le
permitieron conocer mejor las ciudades europeas por donde viajó y vivió
intensamente. Con igual oficio laboró en el diario “La Esfera” y en la “New
York Bermúdez Company”.
Horacio Cabrera Sifontes
trabajaba y se ganaba la vida en buena lid, pero era un perseguido de Gómez,
dado que su familia, desde los tiempos del Mocho Hernández, siempre estuvo
metida en empresas revolucionarias. De Guayana se había ido al Zulia. Estuvo un
tiempo internado en la montaña y luego quiso normalizar su vida en Caracas, pro
no le fue posible porque pronto cayo en las redes de la política oposicionista
y consecuentemente en la cárcel y el exilio.
El 6 de diciembre de 1934 fue
embarcado en El Flandre y junto con cinco de los 36 políticos que había en
prisión, salió exiliado hacia Trinidad por el puerto de La Guaira.
Su llegada a Trinidad fue
detectada por Miguel Otero Silva. Desde lejos el escritor veía que los recién
llegados caminaban tirados hacia delante y no podía ser normalmente pues
habrían perdido el centro de gravedad por llevar grillos durante tanto tiempo.
Cabrera Sifontes no volverá a
Venezuela sino después de la muerte del dictador Juan Vicente Gómez ocurrida el
17 de diciembre de 1935, coincidencialmente aniversario de la muerte del
Libertador; pero en 1937 volvería a sufrir el ostracismo, pues las cosas que
comenzaron bien con López Contreras, terminaron mal y hubo nuevamente presos, persecución y
exilio. Entonces se radicó en Bogotá y editó en esa capital una colección de
relatos de la selva guayanesa bajo el título de “Caramacate”.
Posteriormente se trasladó a
california y allí estudió ingeniería de sonido e intervino en la producción del
filme venezolano “Joropo”. A partir de 1940 se vinculó al Maestro Rómulo
Gallegos, a quien acompañó en sus exploraciones cinematográficas por los
Estados Unidos y escribió una adaptación fílmica de “Doña Bárbara”.
Comenzaba a echar raíces en los
Estados Unidos cuando en tiempos de Isaías Medina Angarita, por una
circunstancia inesperada, se vió impelido volver a la patria: el Gobierno
norteamericano lo obligaba a enrolarse en el Ejército. Se negó alegando
que era exiliado político. Consultaron al Gobierno Venezolano y un escueto
telegrama de respuesta del Ministro de Relaciones Interiores, Arturo Uslar
Pietri, que decía “Venezuela no tiene presos políticos ni políticos
expulsados”, lo hizo retornar.
Dada su
amistad con Rómulo Gallegos estuvo a punto de seguir de lleno en la política,
pero se dio cuanta que los dirigentes que estuvieron presos junto con él
estaban divididos y eso lo decepcionó tanto que se dijo “mi puesto no está
en ningún partido sino en el campo”. De manera que miró para la tierra de
sus abuelos, para la tierra de sus padres Valentín Cabrera Nier y Mercedes
Sifontes y de Caracas se vino para Guayana, donde se dedicó a las faenas
agropecuarias, llegando a ser connotado dirigente y Presidente de la Federación
de Ganaderos del Estado. Al lado de su amigo Raúl Villegas libró importantes batallas
en defensa del gremio ganadero. Escribió varios folletos sobre problemas del
campo y combatió la supresión del Cordón Sanitario contra la Aftosa que
amenazaba a toda la ganadería del país.
La
restauración democrática de 1958 lo elevó a la Gobernación del Estado Bolívar.
E hecho de que fuese designado titular del Poder Ejecutivo de su territorio
natal, lo calificaba él “casi una
equivocación”. Lo obligo a ello su amistad con Eugenio Mendoza. Al
principio se resistió hasta que el industrial entonces miembro de la junta
de Gobierno presidida por el
Vicealmirante Wolfgan Larrazábal, le dijo: “vas a tener plena libertad, tu
eres un elemento de plena confianza y vas a escoger el equipo que tú creas
necesario”. Esa frase oportuna lo convenció y aceptó el mandato.
Cuando
vinieron las elecciones del 58 y concluía su gestión, Sofía Fernández de Lezama
fue comisionada por Rómulo Betancourt para proponerle que se quedara en el
gobierno un año más y luego vino a ratificárselo personalmente el Dr. Raúl Leoni aduciendo que
Acción Democrática no tenía objeciones, que deseaba se quedara en la
Gobernación porque lo había hecho bien. Entonces, Horacio le respondió: “Ahora
menos me quedo porque nadie es buen gobernante sino aquél que se muere a
tiempo”.
No quería don
Horacio caer en la tentación de arriesgar su buena imagen de gobernante en el
continuado y enrevesado juego de la política. Además se acordaba del poeta
nativista Héctor Guillermo Villalobos, quien fue víctima de la pugna interna de
su partido, llegando el doctor J.M. Siso Martínez a ponerle un revólver en el
pecho para que renunciara como Gobernador que fue del 45 al 46. Pero el poeta
no se acobardó sino que desarmó y después el Ministro Valmore Rodríguez lo
llamó y le dijo: “Querido Guillermo, e voy a dar un chance para que
renuncies” y Héctor Guillermo Villalobos le respondió: “Yo no renuncio
porque no lo estoy haciendo bien. Si usted quiere, quíteme” y lo quitaron.
Durante el
período 1964-1968 el escritor y político Horacio Cabreras Sifontes representó
al Estado Bolívar como Senador de la República en las listas de URD. El aparecía como candidato
independiente, porque nunca había querido militar alegando que era reacio ala
disciplina partidista. Sin embargo, el día en que unos cuantos parlamentarios
urredistas le dieron la espalda al partido amarillo, él quiso tener un gesto de
solidaridad con el partido que lo llevó en sus planchas y se inscribió como
militante.
Pero en 1973
no quiso militar más en el URD y alegaba como causa la inconsistencia de Jovito
Villalba hacia los partidos con los cuales suscribió una acuerdo para ir unidos
a las elecciones de 1973 en torno a un solo candidato escogido en un Congreso
que se reunió en el Palacio de los Deportes. Pues bien, Paz Galarraga y Jovito
Villalba se disputaron la candidatura de unidad de las Izquierdas. Resultó
electo el doctor Jesús Ángel Paz Galarraga del Movimiento Electoral del Pueblo,
y Villalba dijo entonces el discurso más revolucionario, más sociológico, más
científico que haya dicho en su vida.
Horacio solía
citar casi textualmente aquel pasaje conmovedor del discurso de Villalba que
decía: “Ustedes creen que yo estoy triste porque he perdido, pero yo he
ganado mi lucha de todos los tiempos porque sacrificándome yo a la ambición
tonta por la Presidencia de la República, he logrado que se unan las
izquierdas”.
Pero aquellas
palabras que resonaron en el corazón de los sufragantes, pronto cayeron en el
vacío. Al día siguiente Jovito había girado 180 grados. Preocupado, Horacio
Cabrera Sifontes, fue esta la residencia de Jovito, donde se hallaba reunido
con un grupo de miembros del Directorio y le dijo: “Hermano, hablar con
usted dos minutos” y respondió el Maestro: “Dos minutos en mucho tiempo”.
Entonces replico Horacio: “Lo que le iba a decir en privado mejor es que lo
sepan todos:¡Hermano, a ti te queda una sola alternativa, o eres consecuente
con lo que dijiste anoche o te perdiste para siempre!”. Parecía derrumbarse
así la grande y entrañable amistad de muchos años, desde los torturantes días
de La Rotunda.
Esa era la
personalidad de este hombre que el lunes 13, a las cinco de tarde, tuvo el
valor de dispararse un tiro ante la perspectiva de la invalidez. ¡Quizás si se
acuerda de Franklin Delano Roosevelt que dirigió a su gran país desde una silla
de ruedas, habría desistido, pero fue su decisión y se respeta! Al fin y al
cabo como decía Albert Camus, muerto también trágicamente, pero en accidente de
transito, que “vivir es un suicidio” y si lo es en el fondo, Horacio no
hizo otra cosa que reforzar el concepto con un hecho desgarradoramente
contundente.
Pero nos deja
de lección de honestidad y franqueza y una obra literaria de una docena de
libros que comenzó a ser profusa con “La Guayana Esequiba”, estudio
profundo que realizó cuando el Gobierno de Venezuela a través del Canciller
Marcos Falcón Briceño denunció en el seno de las Naciones Unidas, el Laudo
Arbitral de 1899. En 1972 continúo su obra con “La Rubiera”, relató
basado en su experiencia como administrador que fue de ese fundo, el más grande
habido en Venezuela, 180 leguas, y donde vivió constantemente enfrentado a
cuatreros organizados que diezmaban la ganadería y a tigres depredadores que
abundaran en la zona. En 1974 publicó “El Conde Cattaneo” que es la vida de un
personaje aristocrático llegado a Venezuela en tiempos de Cipriano Castro y que
tuvo muy unida a su
familia, especialmente al General Domingo Sifontes, fundador del El Dorado y
con quien expulso a ingleses empeñados en rodar las fronteras. En 1979 publicó “Verdad
del Lago Parima”, relato donde sostiene que ese Lago, realmente existió,
pero que no era ningún Dorado. Lo ubicaba en lo que es hoy el Hato La Vergareña
que fue de su propiedad, donde hoy pastan unas 30 mil cabezas de ganado. Este
valle o depresión de 50 mil hectáreas corresponde según su investigación al
punto geográfico señalado por Humboldt y revela características geográficas de
un lago que se vacío por un fenómeno muy espontáneo y natural.
En 1980 hizo
editar “Guayana y el Mocho Hernández”, libro que relata episodios de la Guayana
adentro en torno a este pintoresco personaje de la política venezolana, quien
junto con su abuelo el General Domingo Sifontes se sublevó en el Yuruary en
respaldo de la Revolución Legalista de Joaquín Crespo.
En 1982 “El
Profeta Enoch”, vivencia y seguimiento que le hizo a este personaje
misterioso que conmovió a Guayana en los tiempos de la Humareda, volvieron
contra él, pues terminó preso en cárcel colombiana.
1984, “la
Guayana del Oro y Don Antonio Liccioni”, que es la vida documental de este
corso fundador de El Callao y administrador de las minas más fabulosas
descubiertas en aquel distrito minero del Yuruary.
1985, “El
Tigre de Madre Viejo” donde cuenta varias de sus hazañas como gran matador
de tigres. Se enfrentó a un centenar de felinos en La Rubiera, en los Montes de
Nuria y en la Vergareña, entre ellos el Tigre Madre Viejo, azote de la hacienda
Buena Esperanza, del Coronel Eloy Montenegro, al Sur del Lago de Maracaibo.
En 1988, “El
Abuelo”, un ensayo sobre la vida y ambiente del General Domingo Sifontes,
con motivo del Bicentenario de su tierra natal Tumeremo, donde nació hace 85 años.
Casi todas sus
obras fueron publicadas en Caracas por cuenta de Ediciones Centauro, excepto
las dos últimas: “Estudio Histórico Geográfico de Guayana” y “El extraño caso de un
velorio en ausencia” editados por la Gobernación del Estado Bolívar.
Alguna otra
obra seguramente queda por allí, tal vez El Taita del que tanto hablaba;
rezagada en los anaqueles apretados de su Biblioteca envidiable, y que
seguramente será rescatada para ser publicada en ausencia. Sería ésta la de un
filósofo llanero que como todos los filósofos debe tener su concepción de la
muerte, como lo tuvo Ludovico Silva, a quien cité al iniciar este reportaje, y
con el cual se me antoja concluir citando esto que él también dijo de la
muerte: la muerte es un viento frío que nos penetra hasta los huesos y los
deja como resecos y duros, con un blancor deslumbrante.
Yo he sentido
esa muerte, yo he estado muerto. Hace diez años, durante una enfermedad penosa,
vi pasar delante de mí un montón de cadáveres. Y, ahora, en mis sueños de
vigilia, veo muertos, muchos muertos. Es producto de mi melancolía, me he
vuelto intratable, porque no hago sino ver fantasmas y oir música, encerrado
como un cadáver en el rincón más humilde de mi casa. Es lo que quería ese gran
filósofo de la muerte, Frank Kafka: “sólo un rincón donde respirar”.
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