domingo, 14 de septiembre de 2025

SAPOARAS FIELES HABITANTEA DEL AGUA / Luz Machado

Espejo del agua Sapoaras: Fieles habitantes del agua 01 la historia del Río Orinoco su propio nacimiento, la verdad es que su histo¬ria principia —que yo sepa— con los relatos del Padre Gumilla —mitad verdad mitad fantasía, co¬mo los de Juan de Carvajal— y con las noticias científicas del Barón de Humboldt. Detenerse en una y en otra obra resulta delicioso. Un regusto por aquellas comarcas vírgenes nos colma la mente y el corazón y la vieja gana de aventura —herencia de abuelos conquistadores y sabios-— empuja la imaginación por las antiguas y poderosas naciones guayanesas y por el camino incesante de sus ríos. Cualquier repaso de esas páginas y de tantas que dejaran a la posteridad quienes se adentraron en el misterio, con los instrumentos de la ciencia o por el incentivo de la riqueza, nos devuelve un frescor íntimo y agrario, salvaje v ouro. ane' sóln ofrecen las tierras- vírgenes, las vastas posesiones de la savia y del rugido, del encantamiento so¬litario y de las voces múltiples que reinan en aquellos dominios. Si nos enfrentamos al curso de las aguas, los ojos que piden conocimiento y profundidad se van hasta el fondo de los viejos cauces, queriendo descubrirles la entraña; o bien nos quedamos en el solaz que brinda la limpia contemplación de la corriente que va “a dar a la mar, que es el morir”. Y en torno de todas las cosas y los seres que pueblan esas latitudes se detiene el pensamiento, en la memoriosa tarea de repasar una de las imágenes más firmes, que es hfl^el pueblo donde nacimos y la del Río so¬bre su pecho. Ahora en agosto, ese Río que es el Orinoco, ha estado en su máxima altitud. Las aguas han colmado sus medidas ,en la periódica creciente que corresponde a la mayor caída de aguas en sus cabeceras y afluencias. Los guayaneses no po¬demos dejar de pensar, donde estemos en este momento fecundo, cuando sobre el gran nervio cristalino bajan las verdes carameras, las garzas solitarias de ese peregrino reino, y saltan algunas toninas y pululan los peces hasta en la orilla flu¬vial. La gran pesca se inició ya un poco antes. Pero la de la sapoara es la que verdaderamente da carácter al momento, si bien no dejan de ha¬llarse laulaos, bocachicas, cachamas, curbinatas, sardinas, morocotos, palometas y bagres. Es la gas en febrero y morrocoyes para la semana ma¬yor, cuando el Río reduce a sus viejos niveles del limo los cristalinos ejércitos. Para agosto y hasta en algunos días de setiem¬bre, la parte Oeste de la ciudad donde se halla la gran Laja de la Sapoara, es un jubileo de cu¬riosos y un hervidero de pescadores, de peces y de remolinos. Caen las atarrayas como flores ávi¬das sobre el agua turbulenta y rugidora; caen los guárales en cuya punta el anzuelo garantiza la ganancia y cien brazos morenos por el más cáli¬do sol de la región halan la pesca maravillosa. A veces —así lo recuerdo en mis paseos vesperti¬nos, infantiles de la temporada— las redes estalla¬ban como en aquellos pasajes de las sagradas escri¬turas, incapaces de contener el regalo palpitante. Sobre las inmensas rocas de la Laja caían tem¬blando, resbalando con un suave rasgueo de ná¬car y sangre hasta las manos de los pescadores y sus mujeres, conteniéndoos. Era un espasmo múl¬tiple. Y un olor penetrante e inolvidable satu¬raba el lento aire de la tarde o la delgada brisa mañanera. A doce céntimos de bolívar el ejem¬plar recuerdo que eran vendidas en cierta época. Sin embargo, algunas veces la cosecha no es buena. Falta el estupendo pez orinoquense, para desgracia de la población. O como cuentan ahora noticias venidas de allá, se consiguen algunas que llegan a valer hasta diez bolívares! ¿Qué pasa? . . . ¿Han resuelto volverse reír ai atosiga? ¿Qué raíz de barbasco las habrá adormecido y. alejado de las esperanzas pescado¬ras o qué mengua han sufrido las madrazas en el desove y la mültiplicación anual? Pocas, poquísimas veces han faltado a su no¬ble cita los suculentos peces. No los ha arredra¬do jamás su destino. Criaturas de inocencia generosa, su concurren¬cia al festín fluvial es un puro juego de limo y rocas, de anzuelos escurridizos y remolinos, de algas y redes atrayentes, como cabellos de sire¬nas. Ellas atraviesan la madeja acuosa con su ^Ufenzadera de nácar con la gracia más desintere¬sada de la fauna. Nadie ha dicho de ellas que han robado un niño —como los caimanes— ni que han sacrificado un ternero joven —como los caribes —ni que han reventado un venado en la espiral dramática de la boa constrictora. Vienen y comen mansamente como cualquier otro pez y dan de sí más que muchos de su clase. Yo no creo que se hayan arrepentido de servir el hambre ciudadana ni creo que loco o niño alguno, pes¬cador o vago haya sido capaz de gritar a la orilla del Río o en el centro de la corriente desde una curiara, la noticia de la pesca, asustándolas. Creo sí, que la especie suya acusa mengua quizá ago-tada en la dádiva milenaria que nadie ha adver¬tido más que para el hartazgo o para la alabanza que no fecunda. Y se han retirado temporalmente a sus soledades profundas. Pero ya volver será el regocijo de toda la gente desde la orilla del Río hasta los topes de las colinas de la ciu¬dad. Porque no murieron las seculares madrazas de los peces orinoquenses. EL NACIONAL, 1-9-1957.

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