domingo, 14 de septiembre de 2025

LA CULISA JULLIA GONZALEZ / Luz Machado

1957 Los ESPEJOS DEL AGUA LA CULISA JULIA GONZALEZ Con este nombre criollo que sin el artículo ca¬bría en las ocho sílabas del romance, recuerdo la mujer de tez de caoba pulida, delgados rasgos en un rostro vivaz, largos cabellos negros y voz como de agua sonando contra guijarros en la orilla mis¬ma del Orinoco. Sería por vivir allí, en sus márge¬nes, un poco más adentro de donde viven los pes¬cadores, que es donde viven las mujeres y las ma¬dres de ellos que a su vez viven del lavado de la ropa en las rocas marginales, por lo que su voz, que bien recuerdo, tenía ese sonido peculiar, in¬confundible, que yo sentía donde estuviera cuan¬do ella iba a casa, a entregar su canasto colmado del trabajo semanal. Del ojo almendrado y ne¬gro, afilado de resplandores tropicales, en juego permanente con el relumbrón de los zarcillos de fantasía, la blancura de los dientes y del ébano del cabello alisado con aceite de coco o de agua-cate “porque esos no tumban el pelo, niña”, aba el alma buena y simple de esta mujer del blo del río. Era una alma alegre y simple, sen- i, que se vanagloriaba por hacer de cargadora los vástagos de la familia,.con aquel orgullo gente buena, pobre pero honrada, que fuera udo y blasón de muchas gentes de ayer y que r ello, por estas jerarquías naturales que son oficio y la vocación de cada uno, quedaron ndo ejemplares tipos de cada rincón de la pro- icia venezolana. Una amplia bata floreada que le cubría hasta rea de los tobillos, con vuelos de faralás como mas de alguna enredadera que se le hubiera rendido al pasar por las cercas del barrio donde ¡vía, lamabeza enhiesta bajo la sombra crujidera el canasto asentado en el rollete puesto entre i redonda tejedura y el centro mismo del cráneo ara atenuar el peso, suaves alpargatas que arras- raba en familiar rasgueo anunciador, pulseras y millo de plata para unos días y de oro todo el iderezo para los de fiesta, Julia González venía lesde los lados de Santa Ana y Perro Seco hasta el centro de la ciudad, con su carga en la que el agua y el sol y el jabón de panelas amarillas y azules servían a la fuerza de sus manos en el lar¬go tiempo durante el cual debía frotar contra las rocas del Playón y de la Laja de la Sapoara, de la Cerámica o en las Bocas mismas del San Ra¬fael la lencería de las familias para las cuales trabajaba. Julia González había perdido ya dos hijas cuan¬ do la conocimos. Tenía un hijo flaco y pálido que de vez en cuando la acompañaba en aquella ado¬lescencia humilde y doméstica agazapada en el regazo generoso de una madre sola. Su dolor se le hizo mayor cierta vez, cuando el Orinoco los despertó lamiéndoles los flecos al chinchorro de moriche y las patas del catre del hijo. Entonces se aterró de ver cómo se metía en sus vidas el río, tal como si todas aquellas torrenteras de llanto que soltara en la fúnebre estancia de las hijas, se le vinieron ahora a echarse a los pies con agre¬siva humildad de perro hambriento. Julia Gon¬zález era devota de la Santísima Cruz. Ella tenía | el encargo de recoger limosnas para misas y su¬fragios, triduos y novenas y festividades de mayo. Entonces, con sus mejores galas, fungiendo de I Cofrade Mayor, Julia González iba y venía de | puerta en puerta entre comadres, amigos y ve- l ciñas recogiendo lo necesario para cirios y flores I y bambalinas y demás paramentos para la celebra- I ción. ¿Cómo podía entonces permitir la Santí- | sima Cruz que se le inundara la casita a la orilla | del río? ¿Cómo iba a quedar ante sus hermanas | de cofradía, si el milagro no se cumplía y el agua I por las noches, subiendo lentamente, iba a arre- | mansarse en peligroso ascenso contra muros y | puertas y ventanas, hasta poner a flotar todo el | haber de cada uno? Vino la promesa. Y con la promesa, la cons- | trucción de la Capillita a la Santísima Cruz. Y I en un 3 de mayo, entre orquídeas y trinitarias. las imágenes cobran todo su definitivo perfil para acompañarnos de por vida. Pero cada vez que el Orinoco crece y lame las gradas de la Capillita de la Cruz del Perdón, yo recuerdo a la culisa alta y fuerte, simple y buena, que podía levantar un canasto de ropas, rezar y pedir para la devo¬ción de la que hizo eje de su espíritu y llevar orgullosamente de vez en cuando al Paseo a uno de los hijos o de los nietos de la “niña de la casa” donde trabajara por años, con la fidelidad afec¬tuosa y honrada de un sentimiento palpable, sim¬ple y elemental, como una flor silvestre. Yo no sé dónde está. Cómo está Julia Gonzá¬lez. La imagino sufriendo en alguna forma esta otra inundación. Y en estas páginas la recuerdo. Es lo que tengo. Y con ella, a todos quienes han padecido el reiterado desastre. EL NACIONAL diciembre 5

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